El aroma de los abuelos.

El aroma de los abuelos.

Hay olores que no se van nunca.

Viven en el aire como una caricia antigua, enredados entre los recuerdos que se niegan a desaparecer. Son los olores de los abuelos: el del cuarto donde dormían la siesta con la ventana entreabierta, el del guiso lento que llenaba la casa un domingo, el del jabón con el que se lavaban las manos antes de sentarse a la mesa.

A veces regresan sin aviso, cuando menos lo esperamos. Un pañuelo que todavía guarda su perfume, una receta que intentamos repetir sin que sepa igual, una prenda doblada que conserva su olor a limpio y tiempo. Y en ese instante, sin darnos cuenta, los tenemos otra vez cerca.

Los abuelos tenían un olor propio, inconfundible. Una mezcla de lavanda, de madera, de ropa secada al sol. De esas casas donde el aire olía a dulces recién hechos y a sopa que hervía despacio, donde el tiempo no corría, solo se quedaba quieto mirando la vida pasar.

El cuarto del abuelo olía a tabaco suave, a libros viejos, a calma. El de la abuela, a colonia fresca, a sábanas recién planchadas, a flores secas escondidas entre los cajones.

Cada rincón hablaba de ellos: del cuidado con que lo hacían todo, de la serenidad con que vivían los días, de la ternura que ponían en las cosas más simples. El olor era su forma de estar presentes. Aunque ya no los veamos, basta un aroma para que el corazón los reconozca.

Están en el vapor del café temprano, en la ropa tendida que huele a aire, en las manos que aún recuerdan cómo pelaban una manzana con paciencia infinita, como si el tiempo, junto a ellos, no tuviera prisa. A veces creemos que los hemos perdido, pero siguen aquí, en los olores que aprendimos sin darnos cuenta. En esa mezcla de limpieza, cocina, campo y cariño que solo ellos sabían combinar. En la forma en que olía su abrazo: a seguridad, a consuelo, a hogar.

Con los años, entendemos que no todo se borra. Hay cosas que se quedan en nosotros, que se vuelven parte de lo que somos. Los olores de la infancia, los de las casas antiguas, los del cariño sin palabras. Por eso, cada vez que un aroma nos devuelve su recuerdo, es como si el tiempo se detuviera un segundo para dejarnos volver.

Volver a aquella cocina donde hervía el puchero, a aquel patio donde el sol secaba la ropa, a aquel sillón donde el abuelo se dormía con el periódico sobre las piernas. Y entonces entendemos que su olor no era solo suyo: era una manera de decirnos “estás a salvo”. Y lo sigue siendo.

El olor de los abuelos no se olvida porque fue el primer olor del amor tranquilo. De las manos que curaban sin palabras, de las voces que enseñaban sin prisa, de las tardes lentas en las que todo olía a vida. Puede que sus sillas estén vacías y su voz ya no suene en la casa, pero su esencia sigue ahí, flotando en el aire, impregnada en las paredes, guardada en la memoria. A veces llega con la lluvia, a veces con el calor del mediodía, y a veces con el silencio de la noche.

Y cada vez que ese olor vuelve, aunque sea solo un instante, también volvemos nosotros a ese lugar cálido y sereno donde el tiempo olía a sopa, a colonia, a abrazo, a ese rincón donde aprendimos lo que era el amor sin condiciones. Regresamos a donde todo, por un solo momento, vuelve a oler a ellos.