El olor de lo que ya no está.

El olor de lo que ya no está.

Hay olores que no se olvidan, aunque hayan pasado años. Son como pequeñas llaves invisibles capaces de abrir puertas cerradas en la memoria. Basta una brisa, una prenda guardada, una casa antigua, para que el pasado regrese con una nitidez que asombra. No hace falta buscarlo: llega solo, sin aviso, en el momento más inesperado. Y de pronto, lo que parecía dormido despierta. Un olor basta para hacer visible lo invisible.

A veces ni siquiera recordamos el momento, pero el olor lo trae de vuelta todo: un rostro, una voz, una sensación. No se trata solo de memoria, sino de emoción. Es el alma reconociendo algo que la mente había olvidado.

Dicen que la memoria del olfato es la más persistente. Y quizá sea cierto, porque los aromas tienen algo de alma: se quedan donde las palabras no llegan, donde el tiempo no borra. Un olor puede atravesar los años y devolvernos, por un instante, a la infancia, al primer hogar, a la calma de una tarde sin prisa.

Hay olores que pertenecen a personas: el perfume de alguien que ya no está, el jabón de las manos de una abuela, el humo de la chimenea donde se reunía la familia. Otros pertenecen a lugares: una casa cerrada por años, un camino que huele a lluvia, un patio donde el sol calentaba las paredes. Y todos tienen algo en común: una ternura callada, un hilo invisible que une lo que fue con lo que sigue siendo.

Cada aroma guarda una historia. Y aunque el cuerpo se haya ido, el olor permanece, suspendido en el aire, como si la vida dejara huellas invisibles para que no la olvidemos del todo. En ese rastro hay una forma de consuelo, una certeza silenciosa de que nada desaparece por completo. A veces basta encender una vela, o abrir una caja vieja, para que el tiempo se pliegue sobre sí mismo y nos devuelva algo que creíamos perdido. Una sensación leve, una emoción que nos roza por dentro.

El olor tiene esa magia: no imita, evoca. No repite, revive.

Para mí, cada fragancia tiene algo de esa nostalgia: no busca reproducir un aroma, sino rescatar la emoción que lo acompaña. El olor del bosque tras la lluvia, la lavanda en una tarde de verano, el limón de los patios antiguos… todos comparten algo esencial: nos reconectan con lo que somos, con lo que amamos, con lo que permanece cuando todo cambia. Porque los olores también consuelan. Son refugio. Son una forma silenciosa de decir “aquí sigo”.

Y cuando el aire se llena de una fragancia conocida, sentimos que lo que amamos no se ha ido del todo. Que una parte sigue respirando con nosotros, en lo cotidiano, en lo más simple: una tela, una madera, una brisa. Hay fragancias que no se compran, se heredan. Se quedan impregnadas en los objetos, en las paredes, en la ropa, en los recuerdos.

Y aunque el tiempo pase, siguen ahí, esperando un descuido, una respiración profunda, una chispa de vida para volver a aparecer. El olor de lo que ya no está es, en el fondo, una forma de presencia. Es la manera que tiene la vida de recordarnos que lo vivido no desaparece, que sigue escondido en las cosas pequeñas: en una vela que arde, en una flor seca, en el aire después de la lluvia.

Y cuando lo sentimos, aunque sea solo por un instante, volvemos a estar ahí. En ese lugar, con esas personas, en ese momento que ya no existe… pero que, de alguna manera, aún nos pertenece. Porque hay presencias que no se ven, pero se respiran. Y mientras su olor siga vivo, nada se ha ido del todo.